en su casa. Ha intentado todas las formas de difusión por internet, incluso llevó algunas fotos de sus obras a diferentes galerías pero no tenían un resultado óptimo. A lo sumo un gesto de agrado o belleza de amigos quienes lo visitaban y en la informalidad veían aquellos lienzos unos sobre otros y cuestionaban su poca exposición pública.
Pero aquellos lienzos acumulan polvo y desesperación y la última vez que fue al Museo para vivir la insatisfacción de la realidad prestó mucha atención al tipo de letra y forma de las inscripciones de los cuadros colgados en las amplias paredes de ese recinto. Memorizó su diagramación, el tipo de cartón que usaban, el tamaño, la posición, las indicaciones precisas y pensó en dónde podría poner su obra en ese Museo. Las paredes estaban saturadas de las pinturas de varios otros artistas impresionistas y no había espacio extra para nadie. Pero una columna vacía le evocó el tamaño de su última obra, de unos quince centímetros de ancho y diez de alto, de un paisaje que guardó su retina en una tarde de cruel invierno. Y fue a su casa con la idea de volver en unos días, cuando hubiera conseguido todo para poder colgar su cuadro en aquella columna necesitada de un nuevo artista.
Siete
días después, con anteojos, vestido de negro y con un bolso con sus
cosas, fue al Museo, con cierta paranoia observó las cámaras que
podrían estarlo filmando, al hombre de seguridad que no aparecía en ese
espacio y muy disimuladamente sacó de su bolso el pegamento, la
inscripción de su obra y el pequeño cuadro y los pegó en aquel lugar
que había divisado. Eran las últimas horas del día, no había nadie en
todo el Museo, el silencio parecía contener su respiración, sus manos
se movían humedecidas de los nervios con toda la excitación de estar
rebelándose contra el mercado del arte, logró terminar con lo cometido
y se alejó a una distancia justa para contemplar su propio nombre
colgado allí, con su mail debajo. Así, de esa forma, tendrían cómo
comunicarse con él, tanto por la pena como por el aplauso.
Al
tercer mes de estar ese paisaje hermoso en el Museo, en una columna
central del lugar, recibió un mail por su conducta intolerable y le
pidieron una reunión urgente con las autoridades. Pensó que al menos
había conseguido estar a la vista de todos durante tres meses. Miles de
personas lo vieron, lo aceptaron o rechazaron, lo importarte era estar
ahí. Y aceptó la reunión y como habiendo hecho una travesura solamente
dialogó con quienes lo podrían castigar por el hecho. Pero no fue así,
la conmoción de que ningún guardia ni jefe de galería hubiera notado
esa intromisión provocó que no lo culparan de nada y le ofrecieran
poner su obra en el café del Museo, sosteniendo que a pesar de la
desubicación, la obra era exquisita y su temple para figurar hizo que
todos los medios del país
lo difundieran como parte de una travesura en contra del mini círculo de artistas de moda. Una rebeldía que marcó precedente.
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