La adorada juventud siempre llega a su ocaso. Incluso habiendo atraído las más elegantes prendas, ornamentaciones, lujos en ropa, maquillaje, zapatos, incluso habiendo obtenido exquisitos muebles, decoraciones y adornos en casa, incluso habiendo proyectado ideales, generosidad y optimismo. La adorada juventud de su cenit vuelve a su nadir de posibilidades de expresión.
Así durante esos años de esplendor todo recurso para enfatizar la elegancia y el buen gusto estaban a disposición de su personalidad y cuando los recursos no alcanzaban, venían de la mano de una pareja que adornaba internamente y externamente esas épocas. La banalidad del lujo exagerado, los viajes de placer y la imagen bella que se refleja en los espejos ajenos y vidrieras exquisitas también llega al calvario de los finales. Sin embargo quedan prendas en su armario, algunos muebles sofisticados en su living y mucha cultura de los recuerdos de haber sido bien atendido por la vida en circunstancias donde el porte y la cara todavía eran halagadas.
Y con la vejez la elegancia se perpetúa, cuando humildemente para alguna fiesta o encuentro, la adorada juventud clama presencia y viste a la persona con la perfecta gracia provista del espíritu.
Y con la vejez la elegancia se perpetúa, cuando humildemente para alguna fiesta o encuentro, la adorada juventud clama presencia y viste a la persona con la perfecta gracia provista del espíritu.
Un espíritu que parece embellecer con la puesta en escena de algunos efectos ilusorios de distinguidos colores que hacen que aunque no esté el amor merodeando la circunsferencia de su vida, se presente la gracia y el buen gusto atrayendo la mirada de todo quien pase cerca.
Y así los años posteriores siguen proveyendo de la distinción, en miles y miles de circunstancias adversas, dando a su vida la sabiduría de existir aún bajo las grietas de su cara como quien adora la belleza de los gestos propios y ajenos. Así la vejez se presenta delicada y el espíritu ameno.
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